
Por José M. Reyes Taveras. —
Durante gran parte del siglo pasado, el mundo giró alrededor de un solo centro: el estadounidense.
Los valores de Washington, los sueños de Hollywood y las innovaciones de Silicon Valley definieron lo que significaba ser “moderno”.
La brújula del planeta apuntaba hacia Estados Unidos no solo por su poder, sino por su pretensión moral: la creencia de que América representaba la libertad, la justicia y la dignidad humana.
Pero el siglo XXI ya no acepta un único centro. El planeta se ha vuelto multipolar, no solo en lo económico o militar, sino también en las ideas sobre la justicia.
Desde Asia hasta América Latina y África, las naciones se preguntan: ¿quién merece realmente liderar, si liderar significa ser digno de confianza?
El nuevo mundo no busca un amo, busca honestidad.
En esta era, la credibilidad es la verdadera moneda del poder. Ningún gobierno, por poderoso o rico que sea, puede inspirar a otros si predica democracia en el extranjero mientras practica la exclusión o la hipocresía en casa.
La autoridad moral no se declara; se gana cada día en la forma en que una sociedad trata a las personas: ciudadanos, migrantes y trabajadores extranjeros.
Ahí radica el desafío más íntimo para Estados Unidos.
América sigue atrayendo a científicos, ingenieros y soñadores de todo el mundo.
Muchos de ellos, especialistas taiwaneses, ingenieros coreanos, investigadores latinoamericanos, llegan convencidos de la promesa estadounidense: que aquí el talento y el esfuerzo valen más que el origen o el acento.
Sin embargo, la realidad reciente muestra fisuras profundas.
El caso de los ingenieros surcoreanos detenidos por ICE en una planta de Kia y Hyundai en Georgia, a pesar de trabajar legalmente en un proyecto de alto valor tecnológico, envió un mensaje inquietante al mundo: que incluso los aliados más cercanos pueden ser tratados con sospecha.
Un incidente así no solo humilla a los trabajadores; erosiona la confianza internacional en la justicia estadounidense.
Los investigadores y científicos no traerán a sus familias a un país donde no sientan que serán tratados con dignidad.
Por grande que sea el salario o avanzada la tecnología, nadie construye su futuro en un lugar donde se siente sospechoso en lugar de bienvenido.
Y si esos profesionales regresan a Asia con decepción, encontrarán otros destinos dispuestos a recibirlos.
China, Singapur o Corea del Sur sabrán ofrecerles reconocimiento, estabilidad y un sentido de pertenencia.
Así, el talento que un día admiró la democracia estadounidense podría sentirse más cómodo trabajando bajo un sistema distinto, pero que le brinda respeto y seguridad.
Ese es el riesgo silencioso: perder la lealtad emocional de las mentes que aún creen en los valores de Occidente.
Esto no es solo una cuestión moral; es una cuestión estratégica. En un mundo que compite por el talento, el respeto es infraestructura.
Los países que tratan a las personas con justicia atraerán a las mejores mentes del planeta. Los que no, perderán no solo trabajadores, sino también esa lealtad invisible que sostiene el liderazgo.
El “siglo americano” se construyó con algo más que armas o mercados: se construyó sobre la fe.
La gente creía que América significaba posibilidad.
Si esa fe se desvanece, ningún símbolo, política ni alianza militar podrá restaurarla.
El nuevo orden global no girará en torno a un imperio, sino en torno a la confianza: un centro moral compartido, hecho de equidad, cooperación y respeto humano.
Y en ese mundo, ningún país podrá liderar si los demás no creen que es honesto y justo.

